POR EL DESARROLLO SOSTENIBLE DE NUESTRAS TIERRAS MARGINADAS

Hemos nacido para no resignarnos. Nuestras tierras de la Celtiberia y de la España Rural Interior (ERI) se despueblan, envejecen, avistan la muerte... Pero nosotros hemos heredado el espíritu numantino y queremos combatir contra todos esos males. Desde que nuestros antepasados celtíberos cayeron contra Roma se han sucedido una serie de poderes sobre este inmenso territorio ahora despoblado (situación extensible a toda la ERI); todos aportaron y sembraron, saquearon y pasaron... Pero desde mediados del siglo XX luchamos contra un enemigo mayor: el olvido. Con el franquismo desarrollista y ahora con la pseudodemocracia de la Transición, las administraciones provinciales, autonómicas y estatales han dejado de lado esta "ultraperiferia interior" que apenas aporta votos.

Sin embargo no estamos del todo perdidos. La solución no vendrá de esa "casta" política y administrativa, sino del empuje de una ciudadanía concienciada. Podemos cambiar ese rumbo que ahora parece inexorable hacia el abismo de la nada.

martes, 11 de noviembre de 2014

NOVIEMBRE AGRIDULCE

A medida que transcurre el mes de noviembre el pueblo va quedando más y más vacío; los últimos jubilados van chapando, literalmente, las puertas de sus casas con paneles protectores metálicos contra el clima borde (que no irresistible) del terreno. Los jóvenes se les adelantaron, se marcharon a la capital ya en septiembre, poco después de las fiestas del pueblo, unos a estudiar y otros a trabajos de los que alguno del lugar les había hablado, trabajos misérrimos, indignos, pero de los que el hombre y la mujer rurales han de echar mano ante la amenaza de la pobreza en soledad. Está visto que el otoño es una mala época para la Celtiberia pero, ¿qué más les da a los de Guadalajara o a los de Madrid? De Toledo, ni hablamos.

El llamado éxodo rural no fue solo un fenómeno social y económico de mediados del siglo pasado, sino que continúa y que, en los últimos tres o cuatro años ha vuelto a tener un repunte fuerte al socaire del triunfo absoluto del neoliberalismo más desalmado. Aquí surgen expresiones tecnocráticas como polos de desarrollo, que en el campo hemos maldecido una mil veces, inventos del Dictador y de sus jóvenes talentos del Opus Dei que arruinaron la España rural del interior, corrientes que han vuelto con nuevos bríos, con programas puestos al día de los que cabe concluir que a las clases dirigentes, a aquellos que manejan el capital, les parece una inmoralidad (porque, no nos equivoquemos, para esta gente se trata de una cuestión moral) que el mundo rural tenga los mismos derechos, los mismos servicios y, desde luego, los mismos bienes de los que se puede disfrutar en cualquier parte del Occidente civilizado.

Por razones que no vienen a cuento, en los últimos años me ha tocado recorrer las calles de Madrid por las que transitan todos los días, cruzarme con ellos en los pasos de cebra, comprar el periódico en sus mismos kioscos e incluso, a veces, comer en sus mismos restaurantes. Tres o cuatro calles del Madrid más chic que para un hombre rural, como lo es el que suscribe, son calles que al principio no dejan de sorprender, incluso de atraer, pero que, una vez comprendida su semiótica, servidor ha acabado odiando. Y uno, que se ha criado y sigue habitando en el ambiente radicalmente nivelador que impone el pueblo, no ha dejado de preguntarse, primero, qué se han creído éstos para erigirse por encima de los demás mortales y, después, qué los faculta para determinar la extinción de territorios enteros, como el mío, con miles de años de historia y millones de posibilidades para su futuro, allí, encastillados en sus acuarios, de peces de ciudad, como dijo el poeta.

Con estos argumentos agarré la camiseta amarilla el sábado pasado y me allegué a Guadalajara, una ciudad que muchas veces he considerado que jamás se ha ganado la capitalidad de los retazos de territorios privados de historia que aglutinó hace ya dos centenares de años: siempre mirando a Madrid, siempre dando la espalda a su provincia. Una ciudad tradicionalmente pequeña, acomplejada de su origen rural que, como a los nuevos ricos, le ha costado reconocer sus orígenes, y que disimulándolos, evitándolos, ha hecho tantas y más veces el ridículo ante su vecina Madrid y ante las propias gentes de su pretendido hinterland. Sin embargo, el sábado fue distinto. O eso me pareció al menos.


Por primera vez sus calles me parecieron un poco más mías, porque en ellas se gritaban consignas contra la despoblación que sufrimos en mi tierra, a favor de la vida en el medio rural, en contra de los desalmados que, sin salir de sus tres o cuatro calles del Madrid más chic, se han erigido por encima de los demás mortales; lo cual, un servidor, que jamás ha logrado comprender en qué se diferencia un ser humano de otro, y menos aún por razón de residencia, agradeció enormemente. Por primera vez, o casi, Guadalajara comenzó a ejercer de capital de su provincia. Ya era hora.

Johan de Avin.


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